El frío no afecta directamente a los huesos, sino a las articulaciones y músculos. Estudios recientes explican por qué aumenta la rigidez.
Cada invierno, millones de personas asocian el descenso de temperatura con el regreso de dolores en los huesos, frecuentemente en las rodillas, la espalda o las manos.
La conexión entre el clima y el malestar físico ha sido tema de conversación durante generaciones y, aunque parece una intuición popular, también ha despertado la curiosidad de la ciencia. ¿Podría el frío realmente influir en cómo sentimos el dolor?
Un estudio liderado por la Universidad de Sídney (Australia), analizó episodios de dolor musculoesquelético (cadera, rodilla, espalda, artrosis y artritis).
Los investigadores no encontraron una relación directa ni consistente entre las condiciones meteorológicas (temperatura, humedad o presión atmosférica) y el aumento del dolor articular o muscular.
El hallazgo fue publicado en la revista Pain Medicine y concluyó que el clima, por sí solo, no puede considerarse un detonante universal del dolor.
No obstante, los investigadores reconocieron que algunas personas sí pueden experimentar mayor sensibilidad ante los cambios de clima, lo que sugiere que hay una respuesta biológica y emocional individual.
“El dolor articular es multifactorial. El frío puede influir en cómo el cuerpo percibe el dolor, pero no lo provoca por sí mismo”.
Cuando la temperatura baja, el cuerpo reacciona para conservar el calor, los vasos sanguíneos se contraen (vasoconstricción), lo que disminuye la irrigación hacia extremidades y tejidos superficiales. Esta reducción del flujo sanguíneo puede generar sensación de rigidez o entumecimiento.
Además, los cambios en la presión barométrica —que ocurren con la llegada de frentes fríos— pueden modificar las tensiones internas en las articulaciones.
Según la Cleveland Clinic, esta fluctuación afecta especialmente a quienes padecen artritis o artrosis, haciendo que los tejidos inflamados se expandan y aumente la percepción del dolor.
A esto se suma el sedentarismo propio del invierno: moverse menos reduce la lubricación de las articulaciones, y el frío acentúa la rigidez matutina. En conjunto, estos factores pueden hacer que el malestar parezca mayor, aunque no sea el clima el responsable principal.
La Arthritis Foundation señala que los adultos mayores y quienes padecen enfermedades como artrosis, artritis reumatoide o fibromialgia son más propensos a notar cambios en el dolor durante el invierno.
Una revisión publicada en ScienceDirect observó que la exposición prolongada al frío en modelos animales con artritis inducida generó mayor inflamación, edema y daño óseo, lo que sugiere una base biológica plausible para la sensibilidad al clima en casos inflamatorios.
El frío no crea el dolor, pero puede amplificar una molestia preexistente. Esto ocurre por mecanismos nerviosos: la temperatura baja ralentiza la conducción de los nervios periféricos, altera la percepción del dolor y afecta la respuesta muscular.
No todo malestar se debe al clima. Es importante consultar con un especialista si:
• El dolor persiste más de una semana o interfiere con tus actividades diarias.
• Aparece hinchazón visible, calor articular o enrojecimiento.
• Se acompaña de fiebre, fatiga o rigidez matutina prolongada.
• Hay antecedentes de enfermedades reumáticas, gota o lesiones previas.
Los especialistas recomiendan no basar los tratamientos en las condiciones climáticas, sino en los factores que sí pueden modificarse: mantener el peso adecuado, realizar ejercicio regular y evitar el tabaquismo.
Aunque el frío no sea el verdadero culpable del dolor óseo, sí puede influir en cómo percibimos las molestias musculares o articulares. La clave está en mantener hábitos saludables: moverse con regularidad, abrigarse adecuadamente y evitar largos periodos de inactividad.
Las evidencias científicas más recientes coinciden en que la actividad física y el autocuidado pesan más que el clima a la hora de prevenir la rigidez y el malestar.