Hace un año en este mismo espacio se deslizó una hipótesis: en Saltillo se libra una batalla silenciosa por la supremacía estética...
Hace un año en este mismo espacio se deslizó una hipótesis: en Saltillo se libra una batalla silenciosa por la supremacía estética, a propósito del (¿festival?) denominado “Rodeo Saltillo”.
El choque cultural entre una sociedad saltillense catequizada al vaquerismo de ocasión, y su vocación pandilleril ocultada por no cumplir las expectativas que algunos, parte de esa misma comunidad, esperan para sí mismos como representación de la generalidad.
Para contrarrestar ese fenómeno y -supuestamente- elevar el nivel de los nativos, fue necesario exaltar otras formas de mostrarse ante los ojos de terceros. Factores exógenos a la personalidad como huellas de identidad impostadas.
Se publicó entonces que denominar al Municipio por decreto y desde la narrativa oficial, “la ciudad más vaquera de México”, era, en parte, un ejercicio de negación de la personalidad. Para complementar y reforzar la idea, se acuñó el término
“La capital del Rodeo” y la propaganda “El fin de semana más vaquero del año”.
En su cuarta edición anual consecutiva, celebrada este fin de semana (un Cervantino, a juzgar por las fechas en el calendario, aunque sin cartelera de contenido educativo sino completamente lúdico), no sólo se ha relanzado la iniciativa sino se ha potenciado esa necesidad por redefinir al saltillense y los códigos de conducta que le identifican.
Ahora “Rodeo Saltillo” no solo será un espacio temporal como aquél que se presentó por primera ocasión en 2018 y 2019 (y por la pandemia tuvo que suspenderse durante 2020 y 2021), sino permanente, para rendir culto a los deportes que implican interacción humana con animales, a la vez que se usa su recinto como centro de convenciones. Una “Expo” dentro de un “Distrito Vaquero” (siguiendo esa tendencia de igualarse con París y sus distritos). El “espacio ideal para ser vaquero por un día”, como concepto.
Ello supone la imposición del look rural en desuso, en detrimento del urbano predominante. A contracorriente de las hordas en pijama que deambulan por las calles mostrando un look más cercano a Ecatepec, que a Texas, en esa selva de concreto que se ha vuelto la metrópoli en los últimos años.
En el Saltillo no tan profundo, sin embargo, seguimos habitando un espacio más cercano idiosincráticamente al Potosinazo (‘sordearse’ para no saludar a otros en la vía pública, como sucede en el vecino San Luis Potosí) y la vacilación del carácter tlaxcalteca, que a la franqueza propia del norteño y sus arquetipos.
Pese a la migración que llega con sus costumbres de otras latitudes, y al exponencial crecimiento poblacional, no es una ciudad cosmopolita, aunque tampoco la típica norteña de carne asada y trocas que describen los estereotipos del cancionero regional y se ha implantado en el ideario colectivo de la región noreste. Tampoco es ya la Atenas de México.
La historia oficialista no lo documenta, pero un hito cultural se desplegó a principios de los noventas en Saltillo: “De la calle”, la obra de teatro local que congregó multitudes en el Fernando Soler, mayoritariamente jóvenes pandilleros y chavos banda, llevando hasta sus butacas gente que no habría llegado ahí en otras circunstancias, durante funciones consecutivas con el recinto de cantera lleno por temporadas y filas inmensas en su exterior. El mayor éxito de taquilla en aquella época.
Pese a constituir un amplio sector de la comunidad en donde se desenvuelve, nunca había sido proyectado el marginado social en escena, simbolizada su psique ni expuestas sus problemáticas con el medio y danzas urbanas (es llamativa, por lo demás, la semejanza entre Los Matlachines, patrimonio cultural, inmaterial e intangible del Municipio, y el baile colombiano; no sólo por los pasos cadenciosos y repetitivos, sino por la pulsión pantomímica).
Al mismo tiempo, otros muchos invisibles al ojo público expresaban sus filias en el “Studio 85”, un bodegón que violaba todos los protocolos de Protección Civil y fue habilitado como salón recreativo para tardeadas en domingo.
Ahí vibraba el alma de los saltillenses condenados por cuestiones de territorialidad a desplegar su yo en la periferia. Los barrializados y racializados por miles llegaban de los confines suburbanos con su indumentaria característica, muchos años antes de su concepción como Chúntaro Style, y cercaban el perímetro alrededor de su catedral de la música vallenata, en el primer cuadro de la ciudad, en una manifestación auténtica de folclore, acaso la más genuina de la historia contemporánea junto al Kumbala Turistic Center, antes de que Saltillo se poblara de centroamericanos y laguneros, asiáticos y monclovenses, y a últimas fechas venezolanos y colombianos.
Un Alcalde de la capital, devenido a Gobernador de Coahuila inmediatamente después, ha sido el único y el último que usufructuó esa estética, trivializándola, caricaturizándola, en un acto de populismo y demagogia. Al hacerlo, no obstante, por un tiempo puso en el centro de los reflectores a un sector continuamente apartado y olvidado pero siempre presente.
En una metrópoli donde todo se acomodó para orbitar en torno al automóvil y hacer vida sobre ruedas, los miles de bellacos en motocicleta son la versión new age de las pandillas que se desenvolvían a pie hace 30 años.
El resto del tiempo, para definir al saltillense, se usan arquetipos tan antiguos que ya no corresponden con la realidad social. Una visión muy lejana del taciturno, huraño y ultramontano que habita en El Valle de las Montañas Azules y hace de su afición a las cosas gratis el modus vivendi.
Cortita y al pie
La estatua de un jinete montando un toro en la disciplina de los 8 segundos, coronando el adoquín que simula un pórfido italiano en el Paseo Capital, había mostrado ya cuál sería la ruta oficial a seguir, antes del boom de negocios de ropa vaquera suscitado en los últimos meses en el centro y norte del Municipio -ahí donde se impone la tendencia- además de las plazas comerciales.
Ahora la música Country inunda el espacio radioeléctrico, y han abierto todavía más tiendas que antaño (la propagación ya llegó al sur de la ciudad), y curiosamente las nuevas resistieron en pie más allá de los tres meses de rigor.
La última y nos vamos
La ciudad ha mudado de piel. Como un adolescente que cambia de imagen y construye su personalidad a partir de la moda, buscando aceptación social y un grupo afín donde sentirse protegido.
Para cambiar la dinámica social, en cambio, se necesita llamar a las cosas por su nombre y reconocer el problema. Visibilizar lo que somos, aunque no guste lo que refleja el espejo. Y antes de honrar al saltillense con características que no posee (por lo menos no intrínsecamente), dejar de simular, acaso nuestro verbo favorito.