Este desajuste provocó que las estaciones del año se fueran desfasando de las festividades cristianas, lo que conllevaba a un problema religioso.
En la mayoría de las culturas antiguas, el Año Nuevo se celebraba en el solsticio de invierno, ya que se consideraba un momento de renovación.
Fue en el Antiguo Egipto que comenzó a usarse el primer calendario solar, lo que modificó el inicio de año, puesto que los pueblos de la antigüedad medían los años mediante calendarios lunares.
La reforma Juliana contempló que el año estuviera compuesto por 365 días divididos en 12 meses, y tomo como inicio de año el 1 de enero, en lugar del 1 de marzo. Además, consideró como años bisiestos todos aquellos cuyo número final es divisible por cuatro, por lo que se les añadió un día adicional durante el mes de febrero.
Varios siglos después, en el año de 1582, el calendario Juliano ya había provocado varios desajustes con el registro astronómico, ya que la duración del año con este registro era de 365.25 días, mientras que la del astronómico es de 365. 2422 días, lo que provocaba una diferencia de 11 minutos. Una cantidad que con el paso de los años se fue acumulando y provocando un desfase de los días.
Este desajuste provocó que las estaciones del año se fueran desfasando de las festividades cristianas, lo que conllevaba a un problema religioso.
Por ello, en el año de 1582, el papa Gregorio XIII a través de una bula papal llamada Inter Gravissimas decretó la modificación del calendario, estableciendo la duración del año en 365 días, 5 horas, 49 minutos y 12 segundos. Además, se estipuló el 1 de enero como el inicio de año, lo que lo convirtió en un sistema mucho más preciso.
Este calendario fue adoptado inmediatamente por lo países que estaban bajo la influencia de la religión católica, desde ese momento comenzaron a celebrar el Año Nuevo el 1 de enero.